Los seres humanos tenemos una característica que nos diferencia del resto de seres vivos, al menos en la potencialidad y uso de la misma, la imaginación. Es decir, la facultad del alma para representar imágenes de las cosas reales o ideales. Nuestra maravillosa capacidad de trascendencia.
Construimos ideas sobre el mundo, incluso cosmogonías, y sobre nosotros mismos. Pero, es más, creamos juicios de valor constantemente. Somos seres generadores de opiniones, de manera eterna e infinita. Estos juicios y opiniones son las herramientas que tenemos para enfrentarnos y relacionarnos con nuestra existencia. Y son tan habituales que en demasiadas ocasiones se convierten en “nuestra realidad”. Somos entes observadores que intentamos dotar de sentido nuestra vida a través de la gestión de nuestras emociones, que son la base de los fundamentos con los que luego describiremos el universo. Propio y ajeno. Íntimo y externo.
Detengámonos un momento. ¿Por qué? Porque no les parece suficientemente complejo vivir como para que además nos preguntemos por ello. ¡Sin dudas lo es! Y de ahí que insista: necesitamos tiempo para vivir.
La vida no consiste en la acumulación de experiencias derivadas de los conceptos aprendidos, o viceversa, la acumulación de conceptos derivados de las experiencias experimentadas. La vida posee la enorme complejidad de tener que sacar el máximo partido a la humilde brillantez de la sencillez. Es disfrutar del ser y no estar continuamente preocupados por “llegar a ser” o “dejar de ser”.
Nos bombardean con experiencias: gourmet, insuperables, sensuales, de aventura, etc. ¿Nunca se han parado a pensar el por qué? ¿Por qué ahora son tan importantes las experiencias únicas?
Las experiencias, como forma de conocimiento no conceptual, las obtenemos al interactuar con el mundo y nos llevan a crear nuestro propio mundo. Son el espejo donde nos asomamos para que nos devuelva el reflejo del concepto que hemos construido sobre nosotros mismos. Necesitamos experiencias para reconocernos. Pero para tener experiencias necesitamos tiempo, ese tiempo que se nos niega para vivir.
Nos pasamos la mayoría del día trabajando, o inmersos en cuestiones derivadas de él, y ocupados con las responsabilidades cotidianas. ¡Vamos, cómo los obreros que construyeron las pirámides! Y, proporcionalmente, con la misma paga, las mismas prestaciones sanitarias y el mismo tiempo de ocio. Lo crea o no es usted, y soy yo, uno más de la cuadrilla que construye “pirámides”.
Quieren que pensemos que participando de experiencias comerciales puntuales estamos llenando nuestras vidas, cuando lo cierto es que no paramos de perder tiempo para nosotros mismos. Esa sería la auténtica experiencia, tener tiempo para vivir. Lo demás es vaciarnos por dentro, ir marchitando nuestra imaginación, agotando nuestra trascendencia y ser esclavos de nuestras obligaciones que son las que nos imponen los que sí disponen de tiempo para vivir. A costa de nuestro sacrificio.
Nuestro tiempo se ha convertido en un recurso económico de primer nivel, en un activo renovado del capitalismo. Antes tu tiempo, tu vida, eran prisioneros de las cadenas de producción, del trabajo asalariado, pero ahora al convertirnos en consumidores absolutos perdemos el poco tiempo que la vida laboral nos deja libre en la vida virtual, en redes sociales.
El consumidor es doble trabajador, o trabajador perpetúo. Vemos como gestionamos nuestras cuentas bancarias desde el móvil o pagamos en cajas automatizadas en supermercados, o montamos los muebles del salón, o como en los aeropuertos las máquinas de check in han sustituido a las personas, o … Destruimos nuestro tiempo destruyendo millones de empleo, destruyendo calidad de vida, destruyendo salud mental, destruyendo mientras fingimos que construimos, destruyendo …, y lo que necesitamos es tiempo para vivir.
Como dijera Soul Etspes:
“Si te roban tu tiempo no solo disminuye tu calidad de vida, sino que vives menos que el que te lo roba”.